La historia de Olivia contada por Hana Kanjaa. Planeta Olivia y Violeta.

En la entrada anterior, os decía que hoy es un día muy especial por dos motivos. El primero era agradecer el premio Liebster Award.

EL SEGUNDO es dar gracias infinitas a Hana Kanjaa,  que hoy en su blog ha publicado una entrada «Tragedias que te hacen mejor persona» (pinchad) , acompañada de  un emotivo vídeoviernes, (abajo) en los que ha querido hablar de muerte perinatal y neonatal a través de nuestra historia.
Me ha conmovido tantísimo ver que ella también se emocionaba… Sé que ha sido muy difícil para ella abordar este tema tan delicado. Gracias, gracias, gracias.
Hana, eres muy generosa, empática y valiente. Es un tema silenciado del que se necesita hablar, para que ningunos padres se sientan solos o incomprendidos.
Y es importante explicar que las tragedias nos pueden ayudar a crecer en lugar de empequeñecernos. Esto sirve para todos los seres humanos, sea cual sea su historia.

Estoy emocionada y apenas puedo decir más, sólo pediros que visitéis su increíble blog.

 

La inesperada muerte  de nuestra hija Olivia, con apenas tres días de vida, nos dejó suspendidos en el vacío, sin tierra alguna bajo nuestros pies. Un embarazo de curso perfecto, tan deseado y cuidado, con un buen seguimiento médico, no podía tener ese final horrible. Nos encontramos cara a cara con la muerte en el preciso momento en que esperábamos la vida en su fase más pura, prístina. Nadie está preparado para ese encuentro lúgubre, siempre preterido. La sociedad occidental moderna vive de espaldas a la muerte, que sin embargo, sigue siendo un hecho natural e ineluctable. Cuando ésta aparece, especialmente si es prematura e injustificada a nuestros ojos, el golpe es indescriptible. Nuestra avanzada sociedad tecnológica se niega a aceptar que la medicina no es un dios infalible y milagroso, siempre capaz de protegernos.  De pronto la muerte deja de ser una estadística, una cifra; es tu vida, está ocurriendo aquí y ahora. Descubres que eres vulnerable a las desgracias.
Atravesamos un dolor inefable, mientras experimentábamos todas las emociones negativas posibles: la culpa, la ira, la desconfianza, el rencor, el miedo, la tristeza, la desesperanza, etc. Una etapa oscura de una intensidad brutal, en la que fuimos iniciando el, bien llamado, trabajo de duelo, pues es una tarea de proporciones inimaginables. Hubiera sido muy fácil acostumbrarse a la hiel reconfortante del resentimiento, tan justificada; perpetuarnos en el papel de víctimas, odiar la vida por habernos arrebatado lo que más queríamos, y quedarnos anclados en el sufrimiento, dándole la espalda al mundo.
Pero Olivia nos dio el mejor ejemplo posible de valentía y amor por la vida. Nosotros, sus padres, no podíamos desperdiciar un bien tan preciado por el que ella tanto luchó. Nuestra hija no puede vivir físicamente en este mundo, así que nuestra existencia ha de ser el mejor homenaje a ella. Ese deseo de que su muerte no fuese en vano, de que sirviese al menos para hacernos mejores personas,  fue el punto de partida de una transformación profundísima que aún sigue guiando nuestras vidas.
La muerte demuestra que somos muy pequeños, no somos nada ante ella. La muerte te da una lección magistral de humildad. Pero también nos enseña que somos muy grandes. Sólo que no cómo nosotros creíamos. Hay que quitarse de encima lo que sobra. (No es grande el orgullo, ni el dinero, ni la posición, ni la apariencia,  ni estar cargados de razón, ni nada de lo que nos hemos empeñado en construir a lo largo de la vida para ser exitosos ante los ojos de la sociedad o de nosotros mismos).
Somos algo mejor, algo que está más profundo y no sabemos ver, supongo que es nuestra verdadera esencia, dispuesta a aflorar en situaciones límite, como lo fue el acompañar a nuestra hija durante su paso “al otro lado”. Sentí que mis pensamientos prácticamente se detuvieron, dejé de tener dudas, lo que conocía como mi carácter o forma de ser se evaporó, y algo mucho más poderoso tomó el control de mi ser.  Actué sin miedo (el miedo siempre es pensamiento), de una forma segura y natural, que a mi marido le causó una honda impresión. Y a partir de ese momento en que “vi” con claridad, he querido voluntariamente desapegarme de lo pequeño, de todo lo que, en realidad, no tiene ninguna importancia. Caminar ligera en este viaje, sin alforjas, para poder disfrutar del camino.
Lo grande es el amor. Es la única arma que tenemos ante la muerte.
El amor, en su concepto más amplio, nos impulsa a vivir, ilumina la senda y clarifica nuestras prioridades. Enciende el deseo de trabajar, incansablemente, para aprender quiénes somos realmente y dónde reside nuestra fortaleza emocional, porque no es “el tiempo el que todo lo cura” sino que es lo que hagamos con ese tiempo lo que nos permitirá salir fortalecidos del duelo o todo lo contrario. En mi caso, he querido hacer un trabajo emocional  consciente y dedicado, para renacer y volver a ser madre con algo más de sabiduría y paz,  para recibir a Violeta (nuestro segundo bebé) con toda la alegría del mundo.
Después de las enseñanzas e inspiración de nuestras pequeñas grandes maestras (Oli y Viole),  apenas quedan trazas de nuestra antigua forma de pensar.  Aunque parezca paradójico, tenemos más capacidad para ser felices ahora. Toda  esa antigua furia, banal,  fruto de la inmadurez,  qué lejana queda. Estamos más  agradecidos a la vida hoy. No es “a pesar de la muerte física de nuestra primera  hija”, sino precisamente por conocer hondamente el dolor a través de ella, que valoramos cada minuto de paz y de gracia, disfrutamos cada minúsculo destello de belleza, cada risa, cada abrazo. Olivia vive en nosotros de esa manera, como una pequeña y poética, si bien poderosa y tenaz, presencia benefactora que ilumina nuestra experiencia moral y existencial.
Cuando te haces consciente de que puedes perder  en un segundo a quién más amas, o tu propia vida,  sólo queda espacio en tu corazón para el amor  a todo cuanto te rodea que valga la pena (un amor inagotable y distributivo, que no se divide sino que se replica todo él en cada ser amado); para el humor que nos aleja de la seriedad impostada; 
En definitiva, para el goce auténtico y sereno de estar vivos.

 

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