Se acerca tu cuarto aniversario

Quisiera dormir lo que queda de marzo y despertar bien entrado abril.

“Abril” los ojos y que ya sea primavera. Que me distraigan los ruidos de la naturaleza desperezándose tras su largo invierno. Qué trinen los pájaros, que canten los arroyos, que crepite la hierba fresca y almidonada bajo mis pies descalzos, que su fru-fru me invite al baile de la vida.

Pero es marzo.

“No quiero estar ahí, no quiero estar ahí”, le dije sollozando con desesperación anoche a mi marido.

Ayer recordé a Olivia. La parte que no quiero recordar. La parte del dolor. La parte médica. La parte que quise borrar de sus fotos para poder verlas sin desgarrarme y morir. La parte que Paul de Umamanita y mi tío Carlos hicieron desparecer con su varita mágica para devolverme a mi hija, desnuda como el bebé que era, desnuda como llegó a este mundo, desnuda como debiera haber estado sobre mi piel también desnuda, si el destino no nos hubiera separado con toda la despiadada crueldad de la que la vida es a veces capaz.

Comenzó el llanto desesperado, así de pronto, en mitad de la cena. Porque los recuerdos vienen como lanzas que traspasan de lado a lado y matan.  “Llora y desahógate, estoy aquí contigo”, me dijo Javier. Pero esta vez, yo, que no tengo miedo al dolor, que lo he transitado una y mil veces, que lo he buceado, sola y acompañando a otras madres en duelo, esta vez le dije “No quiero estar ahí, no quiero estar ahí”, en una llamada desesperada, en un “Socorro, sácame de aquí”, de estas visiones nítidas, de este dolor atroz, de este revivir la situación como si estuviera sucediendo ahora mismo.

Y me sacó. Porque en ocasiones no podemos con la carga de dolor. Y es lícito necesitar distraerse, postergar, encontrar el momento para mirar cara a cara a  la pena negra como el abismo. Es cierto que no podemos huir siempre. Hay quien ha huido de su duelo, a través de viajes, de actividades, de enterrar bajo la alfombra, de tener otro hijo cuanto antes, de negar el dolor y unos años  después, un duelo “en diferido” les tiende una emboscada.

Yo no huí. Me quedé en él viviéndolo a fondo. Pude hacerlo así. Necesité hacerlo así. Pero esto nunca se “supera”. Un hijo no se supera. Un hijo forma parte de ti. Vivo o muerto es tu hijo. Y para ti no muere porque no puede morir lo que se ama. Nuestro amor es eterno, Olivia. Que no nos joda la muerte.

Aquí llega marzo con sus narcisos de amarillo brillante. Con sus promesas de sol de primavera cargado de desolación. Y después de un buen día, en el que traigo flores en los ojos y me siento feliz, me aplasta de pronto tu ausencia. Me oprime el pecho, hija, que los días perfectos tengan que ser sintigo.

Cuatro años sintigo, esa palabra que acuñé y que tantas mamás incorporaron a su vocabulario porque expresa perfectamente lo que sentimos.  SINTIGO.

No quiero estar en lo médico, en el hospital, en el dolor de todo cuanto tuviste que pasar, Erizo de montaña, dulce y suave pero fuerte. Tus ojitos negros de azabache no pudieron encontrarse con los míos. Sólo te miro en tu foto, tus luceros alumbran mi alba. Ese renacer, este despertar que es el duelo.

Qué terco es el cuerpo de la madre, qué acompasado con la naturaleza y los ciclos, mujeres de luna que paren y recuerdan.

Tú le quieres dar la espalda al calendario. Quedar con buenos amigos, calentar la sangre con una copita de tinto, reír compartiendo anécdotas de días felices, con las ocurrencias de la niña arcoíris que vino a cosernos el alma, pasear por los jardines botánicos, pero al acabar el día una mano helada te encoge el corazón.

El cuerpo tiene memoria. El mes avanza, quedan seis días para que llegue tu cuarto cumpleaños.

El alma tiene memoria y se quiebra.

Camino por la frontera entre la locura y la cordura, pero ahora no estoy sola como cuando vivía mi duelo y mi puerperio sin mi bebé y con el todo el amor a cuestas. Ahora está Violeta. Y por eso quizá no quiero entrar a esa cueva oscura donde se oculta el animal para lamerse las heridas.

Sin embargo sé que preciso tiempo para llorarte y dejar, si es necesario, que el rayo de la pena me parta como al olmo machadiano. Tendré que permitirlo. Y seguir confiando en que la vida me dará nuevos brotes en la primavera.

Hoy caen mis dedos sobre las letras  como  lágrimas. Y el teclado, con su traqueteo, con su crepitar, me mece y reconforta, como si entrase en un diálogo con mis propias palabras, que me envuelven y curan como un bálsamo.

En el principio, era la palabra.

Nos queda la palabra.

Olivia.

 

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